lunes, 30 de marzo de 2009

Marcha

Vuelvo los ojos y la tierra quemada,
la inmensidad y un reguero calcinando hojarasca que se aleja,
irremediable, pasiva,
todavía el humo,
la ceniza se levanta cada vez que mis ojos vuelven
y un pájaro lanza desde el cielo una flecha,
preludio de una canción que no llegamos a escuchar.

Vuelvo los ojos y veo la espalda de un árbol
que separa raíces polvo retumbando el suelo,
vuelvo, y los ojos se hacen agrios,
deshojan pétalos de la margarita que quedó,
otro muerto, otra nostalgia más a adornar la estructura de un gigante
pariendo un paisaje amarillo,
cemento y noche, y bruma...

Vuelvo los ojos y el paisaje asolado,
un duende burla el hilo rojo
vuelvo y una multitud quema las cortinas del cielo,
y el torso se desdibuja bajo el buitre que ronda los restos
y extirpa babeando su propia inmundicia.
Y vuelvo la mirada, y a mi lado un túnel,
y no puedo tocar a través del cristal que esconde la marcha.

Vuelvo los ojos y me nutro sed de un terreno aniquilado.

martes, 24 de marzo de 2009

Rincón del pino




Pocos días bastan para que las zapatillas de Loredhi se empapen de infancia, de piedra de rodeno, del aire que entra por el rincón del pino donde el abuelo tomaba el fresco.

En verano, el abuelo se sentaba en su hamaca de nylon rayada, modelo años setenta. Tenía un porte elegante, por su delgadez más que por su estatura.
En verano, el abuelo calzaba sencillo zapato cerrado de rejilla, y vestía pantalones grises de tela fina y camisa celeste de manga corta; unos brazos enjutos y siempre morenos lucían su reloj de oro. Loredhi recuerda sus gafas gruesas y de cristal ahumado, y su olor a colonia de hombre, y esa cara agrietada que inspeccionaba minuciosamente cada vez que se acercaba a él. Mientras los hermanos besaban al abuelo, ella se quedaba a un lado, siempre cerca, observando sus mejillas tostadas, la austeridad de su gesto. Miraba a través de las gafas gruesas, curioseando cómo vería el abuelo, y le llamaba la atención el amarillo de la nicotina en el dedo índice de su mano derecha.

El abuelo tenía un porte elegante, sobrio, siempre sonreía cuando ellos llegaban, pero lo hacía brevemente. Una vez al día, y después a jugar, bien lejos, no hay que molestar al abuelo que toma el fresco sentado en una silla de nylon rayada estilo años setenta en su rincón del pino.

jueves, 12 de marzo de 2009

Callejeando II

Empiezan a cortar las calles por las que camina Loredhi. Todavía no hay gente y por las noches las calles cortadas le parecen escenarios de un rodaje de película urbana, con las carpas blancas durmiendo sobre el asfalto. Eso le gusta, eso es lo único que le gusta de las fiestas, las calles nocturnas de los días previos, sin circulación y sin personas.
Loredhi camina mirando hacia el suelo y encuentra una moneda de dos céntimos en la acera, brilla la moneda y Loredhi se agacha a cogerla, se la guarda en el bolsillo y piensa que, en los tiempos que corren, es una suerte que una moneda de dos céntimos te sonría desde el suelo. Loredhi es supersticiosa aunque lo niegue todas las veces que se lo pregunten.
Loredhi camina ligera porque está contenta con su moneda, incluso olvida el jodido dolor de espalda. Los tacos de sus botas siempre hace más ruido del normal y retumban y no se imagina Loredhi caminando sin sus botas ya.
No hay nadie por la calle y los coches descansan aparcados de cualquier manera. Eso es lo único que le gusta de las fiestas, las calles sin circulación y todavía sin personas.
Cuando llegue la marabunta Loredhi se irá a la montaña a mirar hacia donde era pequeña, pero eso será en unos días, todavía no. Por ahora Loredhi sigue callejeando y mirando raro a la gente y a las cosas, y sintiéndose lo mejor y lo peor en intervalos breves de tiempo.

A menudo Loredhi desea dejarse la cabeza sobre la almohada y salir a pasear así, sin pensar.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Callejeando I

Loredhi callejea todos los días.

Se mira de perfil en los escaparates, siempre disimulando porque odia la coquetería que lleva implícita, o vuelve la cabeza siguiendo una prenda interesante, o, si llueve, observa cómo se levanta el agua con el impulso de la punta de sus botas y encoge los hombros, como si las gotas le dolieran al caer; todo el mundo encoje los hombros cuando llueve, al menos en esta ciudad tan jodidamente seca.

Esta mañana llegando al trabajo una paloma ha rozado la cabeza de Loredhi, y ha hecho ese ruido que hacen las palomas de ciudad que es como un ulular azul petróleo y sucio, y Loredhi ha dicho maldita paloma japuta quesustomehadadodebuenamañana, y luego ha sonreído al comprobar que no le había cagado en el hombro, y es que no sería la primera ni la segunda vez que una paloma defeca en el hombro derecho de Loredhi.

La poca distancia que existe entre una sonrisa y una mierda de día, está en el diámetro que ocupa una caca de paloma de buena mañana sobre el hombro derecho de una mujer que se sabe coqueta, aunque no le guste.

jueves, 5 de marzo de 2009

Pasos

La noche oye pasos, otra vez, en la cocina,
espuelas que golpean las sienes,
que hunden el oído derecho en la almohada,
la noche oye pasos,
alguien busca en el cajón de las pesadillas un cuchillo,
los movimientos ligeros,
puede ser un hombre
una mujer flaca intensa,
una mano recorriendo el vello de la semidormida, un escalofrío puede ser
la noche, oye pasos, otra vez, en la cocina,
no hay nadie más en la casa
nadie más, el colchón ahoga el oído sobre la derecha,
pasos que se detienen,
el llanto de un niño que habita detrás de los muros de la mujer que no mira,
que permanece inmóvil,
en silencio,
respirando su respiración contra la sábana,
llorando el techo del paladar,
manchas de sangre y una almohada que ha dejado de latir la noche,
oye pasos, otra vez, en la cocina, otra vez el niño llora, detrás, otra vez el frío…