jueves, 29 de septiembre de 2011

Decir que no te pienso

es tan remoto como creer que no te escribo, que no es verdad que me acompañas en ese no sé qué de pasos y de pelos que me adornan la cabeza cuando cruzo en rojo el semáforo. Afirmar que no te llamo por dentro es una absurda mentira que hasta el último gato de la noche conoce. Hacer una cronología de tiempos cuando el reloj de arena aun no se ha dado la vuelta es un error inevitable. Echarte de más y de menos cuando no eres ni persona es de un romanticismo acuoso, casi ingenuo, comparable al del mercurio desfasado en fiebre y manos de madre acercando un vaso de agua a los labios.

Busco la fragilidad del instante, el meterme en tu cintura sin contar hasta diez, y solo vivo el aire que me inunda desde aquellas noches en que soñaba a muchas personas en torno a una mesa y gritando. Luego, una bocanada dura y el mundo se torció en aquel punto extraño, irreconocible y desterrado en la memoria de los pupitres. Punto que cincela de nuevo un boceto en el que los pájaros ya no están enjaulados y pocos niños miran hacia atrás. Punto tan remotamente gélido que desplegó su anonimato para devolverme a esta tierra rojiza en la que camino contando mis huellas,
en la que decir que no te extraño es tan remoto como negarte que respiro