Loredhi callejea todos los días.
Se mira de perfil en los escaparates, siempre disimulando porque odia la coquetería que lleva implícita, o vuelve la cabeza siguiendo una prenda interesante, o, si llueve, observa cómo se levanta el agua con el impulso de la punta de sus botas y encoge los hombros, como si las gotas le dolieran al caer; todo el mundo encoje los hombros cuando llueve, al menos en esta ciudad tan jodidamente seca.
Esta mañana llegando al trabajo una paloma ha rozado la cabeza de Loredhi, y ha hecho ese ruido que hacen las palomas de ciudad que es como un ulular azul petróleo y sucio, y Loredhi ha dicho maldita paloma japuta quesustomehadadodebuenamañana, y luego ha sonreído al comprobar que no le había cagado en el hombro, y es que no sería la primera ni la segunda vez que una paloma defeca en el hombro derecho de Loredhi.
La poca distancia que existe entre una sonrisa y una mierda de día, está en el diámetro que ocupa una caca de paloma de buena mañana sobre el hombro derecho de una mujer que se sabe coqueta, aunque no le guste.
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