lunes, 7 de julio de 2008

Piedras

Loredhi cruza la calle y se sienta en el escalón que separa el aire del asfalto. Flexiona las piernas, se apoya en las rodillas, y observa el ir y venir de las caras de las personas a un año luz de diferencia. Loredhi enciende un cigarro, camina con sus pupilas por encima de la gente, calibra esa ojera, esa saliva, esa camisa sudada pasada de moda… En la casa ya tiene una ventanita por la que fisgonear la podredumbre que hay en venta; algunas noches la enciende y después la apaga y más tarde vomita durante una hora todo pieles de serpientes.

Loredhi ha cruzado la calle, y se viene a sentar en el reflejo de aquel escalón de cemento que arañaba los muslos, se viene a acordar de las cabezas de los piojos ardiendo al sol, de ella flexionando las piernas, adorando a una camada de cachorros, de la textura de una rana, y de cuánto desde las costras en las rodillas…

Loredhi está lejos, ¿la ves? está sentada, casi de cuclillas, en el borde de tu acera baja. La cabeza se le hunde entre las rodillas, y una mujer a su lado se encorva y muere. La mano de Loredhi escarva y juega, juega con la tierra… juega a juntar tres más una, cuatro piedras.

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