jueves, 14 de diciembre de 2006

Sola (relato)

A las seis y media de la mañana suena su despertador natural. Desde hace veinte años le acompaña al amanecer la misma canción francesa, siempre la misma bailando en su memoria al compás de la mañana. Nunca ha entendido el porqué de esa canción, ni lo sabe ni le interesa, puede que sea lo único que le ha sido fiel en toda su vida. Esa canción y su padre, del que no se separó hasta el último aliento, hasta que no se dejó morir de manera definitiva después de aquella larga enfermedad que lo mantuvo postrado inválido los últimos ocho años de su vida. Y ella allí, recordaba, lo había cuidado con el esmero de una madre primeriza, lavándole, vistiéndole, aseándole todas y cada una de las mañanas a la misma hora. Lo sentaba en la cama, apoyando su espalda en tres gruesas almohadas que había confeccionado para él, y le daba el desayuno. Como si fuera un pajarito, le decía, eres como un pajarito, padre, un pajarito bueno. Y él al escucharla ladeaba la cabeza y parecía que sonreía, dejando caer por la comisura del labio un hilillo de saliva y leche que ella recogía cuidadosamente con un pañuelo. Ahora ya no estaba su padre. Hacía cinco meses que había faltado y todavía al despertar con aquella canción francesa canturreándole al oído le parecía escuchar también el compás profundo de sus ronquidos llenando la estancia.

Ahora estaba sola, o casi sola, porque tenía una gallina que le regalaron hacía tiempo y que le había dado pena matar, y que a su padre también le gustaba. De vez en cuando se subía la gallina a la cama del inválido y éste la miraba con ojos brillantes, ojos como canicas de niño, y ella la dejaba estar, dando pasitos torpes sobre las sombras de la cama, hasta que descubría algún excremento sobre la colcha y entonces sí la espantaba, fuera, fuera gallina puerca, largo… y la gallina saltaba al suelo armando alboroto y entonces ella notaba como los ojos del padre se volvían a ensombrecer, cayendo de nuevo en esa especie de hipnosis lacerante que parecía sostener su vida.

Hoy se levanta pesadamente, se embute en la vieja bata de guata azul celeste y se dirige al lavabo. Con el amanecer todavía pegado a sus ojos se lava la cara y se mira en el espejo, recogiendo las dos bolsas que se le forman bajo la mirada con los dedos mojados. Se mira encontrando una cara vieja, cansada, regordeta pero sin la tersura de antaño, tiene la piel flácida, y las mejillas le caen hacia ambos lados columpiando burlonas el paso de los años. Sonríe, medio sonríe, y asoman sus dientes pequeños y desiguales detrás de unos labios gruesos. Se seca la cara, se recoge el poco cabello desordenado en un ramillete áspero y gris, y se dirige hacia la pequeña cocina para calentarse un poco de leche. Mientras abre la nevera habla con la gallina, que la observa curiosa desde el rincón.

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